En cualquier ciudad boliviana, el viento arrastra algo que ya se volvió parte del paisaje: bolsas plásticas que vuelan, se enredan en los árboles, se pegan a las veredas, flotan en los ríos, son livianas cuando cambian de manos en un mercado, pero perduran siglos cuando quedan en la tierra.

La discusión sobre su futuro ya no es solo ambiental. Ahora forma parte de las decisiones del país andino.
La bolsa plástica acompaña casi cualquier compra cotidiana. Una bolsa para el pan, una para los tomates, otra para la botella de refresco, otra más “por si acaso”. Según el Centro MOLLE, Bolivia consume más de 4.000 millones de bolsas plásticas al año.
Un diagnóstico de WWF Bolivia mostró que el 70 % de los plásticos no llega a ningún sistema formal de recolección, estas terminan volando, enterrados a medias, quemados en patios, flotando en ríos, fragmentados en acequias.

Y cuando se rompen, no desaparecen: se vuelven microplásticos que pasan al agua, al suelo, a los cultivos, son trozos invisibles que siguen ahí, aunque nadie los vea.
La ley llega exactamente en ese punto: donde el deseo de cambio existe, pero falta una regla común para hacerlo posible.
La norma no elimina de un día para otro todas las bolsas, esta plantea un proceso de transición.
Las bolsas plásticas convencionales deberán ser reemplazadas progresivamente por otras biodegradables, compostables o reutilizables.
Y no basta con que un envase diga “biodegradable”: deberá demostrarlo a través de certificaciones de IBMETRO e IBNORCA.
El espíritu de la ley es acompañar y guiar hacia un cambio de conducta nacional.
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