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ComunicAr Noticias Latam > Blog > Sudamerica > Chile > DEL PUEBLO AL ALGORITMO: CRÍTICA SOCIALISTA AL NUEVO GAP, AL COMANDO 2.0 Y A LA TRAICIÓN DEL AMOR AL PUEBLO EN LA IZQUIERDA CHILENA
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DEL PUEBLO AL ALGORITMO: CRÍTICA SOCIALISTA AL NUEVO GAP, AL COMANDO 2.0 Y A LA TRAICIÓN DEL AMOR AL PUEBLO EN LA IZQUIERDA CHILENA

Mario Andrés Aguirre Villarroel
Last updated: noviembre 24, 2025 2:59 pm
By Mario Andrés Aguirre Villarroel
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Tiempo de Lectura:24 Minutos, 55 Segundos

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Por: Mario Andres Aguirre V | Licenciado en Comunicación Audiovisual e Ingeniero en Informática

Contents
Compartir1. De dónde hablo: socialismo, fe y conflicto interno2. El GAP histórico: cuando la protección se convierte en guardianazgo3. El “nuevo GAP” en torno a Jara: guardianes digitales de una causa oficialista4. El Comando 2.0: modernización estética, continuidad doctrinaria5. La sombra del MIR: pureza, sacrificio y traición como patrones culturales6. Adoctrinamiento blando: de la ENU a las universidades y redes sociales7. Niños y jóvenes como bandera: una línea roja ética8. “Si no piensas como yo, te demando”: judicialización del desacuerdo9. La “generación de cristal política”: cuando todo ofende y nada se discute10. El debate de Mega: cuando el coraje se actúa frente a cámara11. Ecos del chavismo y el madurismo: no en el régimen, sí en el discurso12. ¿Se vive en Chile el verdadero socialismo de unidad y amor al pueblo?13. El costo oculto del aparato comunicacional: campañas del terror, plataformas globales y traición al ideal socialistaReferencias (formato APA 7)Acerca del AutorMario Andrés Aguirre Villarroel

Escribo este artículo desde una posición que no pretendo ocultar: me considero socialista, pero un socialista crítico, desencantado de la continuidad del gobierno de Gabriel Boric y profundamente preocupado por lo que representa la candidatura de Jeannette Jara para el futuro de la izquierda en Chile. No hablo desde la neutralidad aséptica, sino desde la experiencia de alguien que ha creído en la promesa de un socialismo ético, humanista, comunitario, y que hoy observa con dolor cómo ese ideal se ve reemplazado por una mezcla de vanguardismo, marketing político, micro-burguesía partidaria y disciplinamiento ideológico, rasgos que ya han sido advertidos como riesgos de las democracias contemporáneas por autores como Norbert Lechner y Pierre Rosanvallon (Lechner, 1987; Rosanvallon, 2008).

En estas líneas no busco dar “la” verdad, sino ordenar y fundamentar mi propia mirada. Me interesa enfrentar una pregunta que para mí es clave: ¿se está viviendo en Chile el verdadero concepto de socialismo como proyecto de unidad y amor por el pueblo, o estamos frente a una élite que, en nombre del pueblo, reproduce lógicas de poder, privilegio y control que dice odiar en la burguesía? Esta tensión entre ideales igualitarios y prácticas de poder no es nueva en América Latina y ha sido descrita, por ejemplo, en estudios sobre populismo y autoritarismo en la región (Linz & Stepan, 1978; Levitsky & Loxton, 2013).

Para responder, recorro tanto la historia como el presente: reviso el GAP histórico, analizo lo que llamo el “nuevo GAP” en torno a Jara y su Comando 2.0, observo la herencia cultural del MIR, discuto formas de adoctrinamiento blando, cuestiono la instrumentalización de niños y jóvenes, examino la judicialización del desacuerdo y la fragilidad de lo que denomino “generación de cristal política”, y cierro con una reflexión sobre si en Chile existe realmente un socialismo que ame a su pueblo o solo una clase política que habla en su nombre.

1. De dónde hablo: socialismo, fe y conflicto interno

Antes de entrar al análisis político, necesito aclarar desde qué lugar escribo. Mi socialismo no nace de una lectura fría de manuales, sino de una convicción ética: que la política debe servir al pueblo, no servirse del pueblo; que el trabajo, la familia, la fe y la dignidad humana son centrales; que el Estado existe para proteger a los últimos, no para convertirse en refugio de operadores. Esta idea de la política como servicio y no como privilegio dialoga con tradiciones de pensamiento democrático que ponen el énfasis en la legitimidad moral de la acción política (Lechner, 1970; Rosanvallon, 2024).

Por eso me cuesta tanto aceptar que, en nombre del socialismo, se normalicen prácticas de poder que se parecen demasiado a lo que la propia izquierda denunció durante décadas: redes de privilegio, uso del aparato estatal como botín, cancelación de voces disidentes y un culto a los liderazgos que se parece más a una religión laica que a un proyecto de emancipación.

Cuando hablo de “nuevo GAP”, de “Comando 2.0” o de “generación de cristal política”, no lo hago como espectador distante, sino como alguien que se siente traicionado por un sector que dice representar la justicia social mientras construye un ecosistema político cada vez más cerrado, autorreferente y poco dispuesto a escuchar al propio pueblo, menos aún a quienes, como yo, cuestionamos desde la izquierda.

2. El GAP histórico: cuando la protección se convierte en guardianazgo

Para entender el presente, hay que mirar el pasado. El Grupo de Amigos Personales (GAP) de Salvador Allende fue, formalmente, un dispositivo de seguridad presidencial. Pero el GAP también cargaba un peso simbólico: encarnaba a ese círculo de lealtad total que rodeaba al presidente y que, en la práctica, funcionaba como una especie de guardia moral de la Unidad Popular. No eran solo escoltas; eran una señal política, en un contexto donde la crisis de la democracia chilena estaba siendo analizada por autores como Linz y otros comparatistas (Linz & Stepan, 1978).

Lo que me interesa resaltar no es tanto su dimensión militar, sino la lógica que encarnaba: la idea de que hay un grupo de “más leales”, más cercanos, más puros, llamados a defender al líder y a filtrar lo que lo rodea. Esa cultura de guardianazgo, donde algunos se sienten llamados a “proteger el proyecto” incluso de sus propios simpatizantes, dejó una huella profunda en la izquierda chilena.

Esa huella se ve hoy cuando sectores particulares se arrogan la función de custodiar la “pureza” del socialismo, de decidir quién es realmente de izquierda y quién es “funcional a la derecha”. Es el mismo reflejo, pero en redes sociales, en comandos de campaña, en grupos de WhatsApp y en aparatos comunicacionales que operan como policía moral del pensamiento.

3. El “nuevo GAP” en torno a Jara: guardianes digitales de una causa oficialista

Cuando observo el ecosistema político y comunicacional que rodea a la candidatura de Jeannette Jara, no puedo evitar sentir que estamos frente a una especie de “nuevo GAP”. No se trata de hombres armados, sino de operadores digitales, vocerías militantes, influencers alineados, cuentas coordinadas en redes sociales y un entorno que actúa con reflejos muy similares a los de una guardia de choque ideológica, en línea con las nuevas formas de “contrademocracia” basadas en vigilancia, prevención y juicio que describe Rosanvallon (2008).

Este “nuevo GAP” funciona como filtro agresivo: si alguien desde la izquierda crítica levanta una observación —por ejemplo, cuestiona la continuidad del modelo de gobierno de Boric, o denuncia incoherencias en el discurso— la reacción no suele ser el debate de ideas, sino el ataque personal, la funa, la descalificación moral: “vendido”, “facho”, “tibio”, “funcional a la derecha”. Desde mi perspectiva, eso no es socialismo democrático; es vigilancia ideológica disfrazada de lealtad.

Lo más grave, en mi opinión, es que este entorno no solo protege a la candidata de la crítica externa, sino también de sus propios votantes. Se genera una burbuja en la que Jara es permanentemente ratificada y blindada, mientras cualquier señal de disenso desde la base se trata como amenaza. El líder pasa a ser una figura que no se puede cuestionar sin pagar costo emocional y político. Esa lógica es, precisamente, lo contrario a la cultura de pensamiento crítico que debería sostener a un socialismo vivo.

4. El Comando 2.0: modernización estética, continuidad doctrinaria

El llamado Comando 2.0 se ha presentado públicamente como un símbolo de renovación: se suman rostros nuevos, artistas, alcaldes, figuras territoriales, influencers de redes, incluso personajes de mundo militar que supuestamente abren el mapa político. En televisión y prensa, esto se vende como un gesto de amplitud y capacidad de diálogo, algo que forma parte de una estrategia más amplia de reconstrucción del progresismo chileno en un contexto de fuerte desafección ciudadana (Ferretti, 2025).

Sin embargo, cuando uno mira más allá del marketing, lo que aparecía como un comando diverso se parece mucho a una estructura clásica de vanguardia: un núcleo reducido toma las decisiones, el Partido Comunista conserva un peso central en la línea política, y la diversidad se convierte más bien en recurso comunicacional que en verdadera pluralidad de ideas.

Desde mi mirada, el Comando 2.0 es, en el fondo, una actualización estética de una tradición muy antigua: se modernizan los formatos, se actualiza el lenguaje, se incorporan códigos de redes, pero en el corazón se mantiene una lógica donde el debate real es mínimo y la estrategia se baja desde arriba. Cuando eso ocurre, el pueblo deja de ser sujeto político y pasa a ser audiencia: se le habla, no se le escucha.

5. La sombra del MIR: pureza, sacrificio y traición como patrones culturales

Para entender ciertos reflejos de la izquierda chilena, también hay que mirar la tradición del MIR. Más allá de la valoración histórica que cada uno tenga, el MIR dejó instalada una cultura de pureza ideológica, sacrificio personal y sospecha permanente del posible traidor. Ese ethos, que en su momento se expresó en lucha armada y estructura de cuadros, ha sido ampliamente documentado por la historiografía reciente (Memoria Chilena, 2015; Pérez, 2003).

Lo veo cuando cualquier crítica interna al proyecto oficialista es tachada como traición. Lo veo cuando al socialista que cuestiona a Jara se le lanza inmediatamente a la hoguera digital como “vendido a la derecha”. Lo veo cuando, en lugar de discutir programas, se discuten lealtades; cuando la pregunta no es “¿tienes razón?”, sino “¿con quién estás?”.

Ese patrón —pureza, sacrificio, traición— está instalado en el ADN de ciertos sectores y se reactiva cada vez que alguien levanta la mano dentro de la propia izquierda. El resultado es que muchos prefieren callar. Y un socialismo donde la gente de izquierda tiene miedo de hablar deja de ser un proyecto emancipador y se convierte en una estructura de obediencia.

6. Adoctrinamiento blando: de la ENU a las universidades y redes sociales

Durante el gobierno de la Unidad Popular, el debate sobre la Escuela Nacional Unificada (ENU) despertó temores legítimos respecto a la posible utilización del sistema educativo para difundir una sola visión del mundo. Aunque la ENU no llegó a materializarse como sus detractores imaginaban, sí fue un proyecto ambicioso de reforma educacional con fuerte carga ideológica, como muestran los estudios de Núñez Prieto (2003) y Molina Zamudio (2011).

Hoy no tenemos una ENU en el papel, pero sí percibo un clima de adoctrinamiento blando en varios espacios: universidades donde pensar desde una izquierda no oficialista genera ruido, gremios donde la línea ideológica se impone como única verdad posible, redes sociales donde se fiscaliza el lenguaje, se exige alineamiento y se castiga al que matiza. No hablamos de un manual único repartido por el Estado, sino de una hegemonía cultural que opera desde militancias y entornos que buscan, muchas veces, moldear el pensamiento y las emociones del resto.

Desde mi perspectiva, cuando el socialismo deja de invitar a pensar y empieza a ordenar lo que se puede o no se puede decir, pierde su carácter transformador y se acerca peligrosamente a aquello que siempre criticó: la imposición de una verdad oficial, algo que la teoría política asocia con experiencias de propaganda y adoctrinamiento propios de regímenes más cerrados (Arendt, 1951/2004; Ayala, 2007).

7. Niños y jóvenes como bandera: una línea roja ética

Uno de los puntos que más me duelen, en términos personales, es ver a niños y jóvenes utilizados como recursos políticos. He visto marchas donde se expone a menores con consignas que ellos no podrían sostener argumentativamente. He visto campañas que explotan la imagen del niño para legitimar una causa, casi como un escudo moral imposible de cuestionar: “si no estás de acuerdo, eres enemigo de los niños”.

La Convención sobre los Derechos del Niño y todo el marco de derechos humanos rechazan claramente este tipo de instrumentalización, al subrayar el interés superior del niño y su derecho a no ser utilizado en disputas políticas de adultos (Naciones Unidas, 1989). La literatura crítica sobre propaganda también ha mostrado cómo el uso de la infancia en mensajes políticos funciona como un potente mecanismo emocional que reduce el espacio del disenso (Ayala, 2007).

Desde mi sentido ético, como persona y como socialista, los niños y jóvenes deberían ser protegidos de la lógica de guerra política, no arrastrados a ella. No son operadores, no son fichas de propaganda, no son recurso dramático para redes.

Cuando un proyecto político recurre a la infancia como herramienta emocional mientras dice defender a los vulnerables, me parece que cruza una línea roja. Y me resulta difícil creer en el amor al pueblo de quienes no son capaces de respetar la inocencia y la vulnerabilidad de los más pequeños.

8. “Si no piensas como yo, te demando”: judicialización del desacuerdo

El episodio de la supuesta “prima” de Jara, que grabó un video ofensivo presentándose falsamente como pariente, y la reacción posterior del comando anunciando acciones judiciales, es para mí un símbolo de algo más profundo que un conflicto puntual. No se trata de justificar el contenido del video —que puede ser desagradable, injusto o falso—, sino de observar el reflejo que aparece: frente a la crítica, incluso burda, la respuesta es la amenaza de querella.

Ese reflejo me preocupa profundamente. Sobre todo cuando proviene de sectores que denuncian el uso de la justicia penal contra dirigentes de izquierda como una forma de persecución política (lawfare). Falta coherencia. Si me parece mal que se persiga judicialmente a mis dirigentes por razones políticas, debería parecerme mal también que mis dirigentes utilicen el poder judicial como herramienta para disciplinar al ciudadano que se burla, exagera o incluso insulta.

Los informes recientes sobre libertad de expresión en Chile advierten precisamente del “hostigamiento judicial” como forma de presión y silenciamiento, especialmente mediante querellas por difamación y normas penales que generan un efecto inhibidor incompatible con la democracia (CIPER, 2021; OEA/RELE, 2021; Radio JGM, 2025; Swissinfo, 2025).

Como socialista crítico, me resulta imposible conciliar la defensa de la libertad de expresión con una postura que, ante el primer exceso retórico en redes, considera legítimo movilizar abogados y tribunales. Me parece más sano, más democrático y más socialista responder con argumentos, con ironía, con claridad; no con el peso del Estado o del aparato judicial.

9. La “generación de cristal política”: cuando todo ofende y nada se discute

Se habla mucho de “generación de cristal” para referirse a jóvenes que no toleran la frustración. Yo, más que centrarme en edades, veo una especie de “generación de cristal política”: dirigentes, militantes y comandos que reaccionan con excesiva sensibilidad frente a cualquier crítica.

Lo observo cuando una opinión dura se traduce al instante en victimización: “me atacan”, “me quieren destruir”, “hay una campaña sucia”. Lo veo cuando una consulta incómoda en un debate se convierte en argumento para no asistir a la próxima instancia. Lo veo cuando la política deja de ser un espacio de confrontación de ideas y se vuelve una feria de susceptibilidades. Estudios recientes sobre la llamada “generación de cristal” subrayan precisamente la combinación de alta exposición mediática, fragilidad emocional y baja tolerancia a la frustración como rasgos culturales emergentes (Delgado, 2022; Zavodná, 2022).

Para mí, una izquierda madura debería ser fuerte, capaz de resistir el golpe retórico, capaz de aceptar que algunos videos serán injustos, que algunas palabras serán duras, que algunos cuestionamientos vendrán incluso desde sus propias filas. Si cada disenso se gestiona como una agresión intolerable, lo que se debilita no es solo la figura de un candidato, sino la musculatura democrática de todo un sector político.

10. El debate de Mega: cuando el coraje se actúa frente a cámara

El episodio del “debate” de Mega, donde Jara se presentó sola y acusó a Kast de no tener el coraje de enfrentarla, me genera una mezcla de contradicción y escepticismo. Por un lado, es cierto: en una democracia sana, uno esperaría que todos los candidatos acepten debatir cara a cara. Por otro lado, sé que esa misma candidata se restó de otras instancias cuando las condiciones no le parecieron favorables. La prensa ha documentado tanto la puesta en escena del “debate vacío” como las ocasiones anteriores en que la candidata evitó otros foros, en el marco de una campaña marcada por altos niveles de polarización y desconfianza (Ferretti, 2025; análisis electorales recientes).

Lo que me incomoda es la puesta en escena: convertir la ausencia del otro en un monólogo de cierre de campaña, usar el set vacío como recurso dramático y presentarse como la única que “da la cara”, el único rostro que “siempre está con el pueblo”. Cuando uno conoce el historial completo, esa construcción heroica se siente, al menos para mí, profundamente artificial.

El problema no es solo comunicacional. Es político. Porque la política se sigue degradando a un juego de percepciones controladas, donde la consistencia entre discurso y práctica desaparece. Se exige al adversario una vara que uno mismo no cumple. Y el pueblo queda atrapado en relatos cruzados donde lo importante ya no es quién tiene mejores ideas, sino quién maneja mejor el guion del día.

11. Ecos del chavismo y el madurismo: no en el régimen, sí en el discurso

No creo que Chile sea Venezuela, ni que la historia sea calcada, ni que la institucionalidad chilena esté al borde de un colapso inmediato. Sería una exageración irresponsable. Pero sí veo, con preocupación, ciertos ecos discursivos entre lo que escucho en la boca de algunos dirigentes comunistas chilenos y lo que he visto en el relato de Maduro: la pretensión de hablar en nombre del pueblo como si fuera un bloque homogéneo; la tendencia a acusar de traidor a todo aquel que no se alinea; la facilidad con la que se recurre a la amenaza judicial o al descrédito moral para lidiar con la crítica.

En Venezuela, ese tipo de discurso se ha desarrollado en el contexto de lo que varios autores describen como un “autoritarismo competitivo” o un régimen híbrido que combina elecciones con prácticas sistemáticas de control, ventajismo y represión (Jácome, 2016; Hawkins, 2010; López Maya & Meléndez, 2007; Levitsky & Loxton, 2013).

En Chile no hemos llegado a ese extremo ni quiero sugerir que estemos en el mismo punto. Pero sí creo que es legítimo advertir que cuando una izquierda comienza a tratar a su propia disidencia como enemiga, cuando sacraliza a sus líderes al punto de volverlos incuestionables, y cuando centra su estrategia más en cuidar el relato que en corregir los errores, se abre la puerta a una deriva autoritaria en lo cultural, aunque las formas sigan siendo democráticas.

Desde mi experiencia, el socialismo que vale la pena defender es aquel que no tiene miedo de mirarse en el espejo de los errores ajenos y propios, y que prefiere corregir antes que repetir patrones dañinos.

12. ¿Se vive en Chile el verdadero socialismo de unidad y amor al pueblo?

Llegados a este punto, me toca enfrentar la pregunta que atraviesa todo este texto: ¿vivimos en Chile un socialismo que realmente ame a su pueblo, que lo sirva con humildad, que construya unidad, o vivimos más bien un socialismo encapsulado, conducido por una élite que se comporta como una pequeña burguesía política mientras utiliza el lenguaje popular como capital simbólico?

Mi respuesta, dolorosa pero honesta, es que hoy no veo en la cima del socialismo chileno un proyecto profundo de amor al pueblo. Veo discursos sobre el pueblo. Veo relatos que invocan al pueblo. Veo campañas que hablan “por” el pueblo. Pero al mismo tiempo, veo militantes precarizados, profesores agotados, trabajadores decepcionados, pobladores que siguen esperando soluciones reales, y una dirigencia demasiado preocupada de su propia supervivencia, de los equilibrios internos, de los pactos con partidos aliados, de los cargos, de los voceros, de las cuñas.

Si el socialismo de verdad consistiera en amar al pueblo, entonces no podríamos aceptar ni el adoctrinamiento blando, ni la judicialización del desacuerdo, ni la utilización de niños como escudos, ni el doble discurso en los debates, ni el uso del GAP —viejo o nuevo— como mecanismo para impedir la crítica interna. Amar al pueblo significa confiar en su inteligencia, respetar su diversidad, aceptar que hay socialistas que no se sienten representados por Jara, y que eso no los convierte en traidores, sino en ciudadanos libres, algo coherente con la idea de “democracia de ciudadanos” que varios teóricos han defendido frente a los populismos de izquierda y derecha (Rosanvallon, 2008; Linz & Stepan, 1978; Lechner, 1987).

Lo que veo, más bien, es una izquierda que habla de la burguesía con desprecio, pero que ha construido su propia burguesía política: dirigentes alejados de la vida cotidiana del trabajador, aparatos que se sostienen con recursos públicos, estructuras intermedias que viven de la política profesionalizada. Esa pequeña burguesía roja se viste de pueblo, pero actúa cada vez más como clase dirigente. Y cuando se siente cuestionada, reacciona como reaccionan todas las élites: se defiende, se cierra, ataca al crítico, protege sus privilegios.

13. El costo oculto del aparato comunicacional: campañas del terror, plataformas globales y traición al ideal socialista

Hay un punto que para mí es imposible seguir dejando fuera de este análisis: el costo económico y ético del aparato comunicacional que alimenta las campañas del miedo y la polarización. Detrás de cada video de ataque, de cada pauta “creativa”, de cada pauta segmentada en redes sociales, no solo hay decisiones políticas: hay plata, mucha plata, y casi nunca se habla de ella en serio. En Chile ya se ha documentado que en procesos recientes —como la campaña del plebiscito constitucional de 2022— se gastaron decenas de millones de pesos exclusivamente en Facebook, Instagram y otras plataformas, sin una fiscalización efectiva y con un altísimo peso de organizaciones políticas y comandos oficiales (CIPER, 2022; Derechos Digitales, 2022).

Los informes sobre campañas electorales digitales muestran que los partidos y comandos están destinando una parte cada vez mayor de sus recursos a anuncios segmentados en redes sociales, compra de datos, gestión de comunidades y softwares de microfocalización, todo ello normalmente canalizado a través de plataformas como Meta, Google/Alphabet o, en el caso de los videos cortos, ByteDance mediante TikTok (Biblioteca del Congreso Nacional, 2023). En la práctica, eso significa que millones de pesos que se justifican como “para llegar al pueblo” terminan engrosando las ganancias de conglomerados tecnológicos que operan bajo la lógica del capitalismo digital más crudo, tal como han analizado Christian Fuchs y otros teóricos de la economía política de las plataformas (Fuchs, 2024; Allmer, 2025).

Mientras tanto, en las mismas ciudades y barrios desde donde se suben estos contenidos de campaña, hay personas viviendo en situación de calle, familias sin acceso a vivienda digna, estudiantes endeudados, adultos mayores que sobreviven con pensiones miserables. La pregunta que no logro sacarme de la cabeza es sencilla, pero devastadora: ¿por qué aceptar como natural que millones fluyan hacia Meta, ByteDance o Alphabet para financiar campañas del terror, y no exigir que esos mismos recursos se orienten a políticas concretas para el “pueblo” en cuyo nombre se hace propaganda?

Cuando veo que no solo la derecha, sino también sectores de la izquierda, participan del mismo juego —invertir sumas enormes en publicidad digital para moldear emociones, sembrar miedo o reforzar identidades de trinchera— me pregunto seriamente si no estamos repitiendo exactamente aquello que se supone veníamos a cambiar. La Tercera ha mostrado, por ejemplo, cómo candidaturas como la de Kast llegan a gastar decenas de millones de pesos en propaganda en Meta solo en la primera semana del período legal de campaña (Latorre, 2025). Pero la izquierda no está fuera de esa carrera: los informes de monitoreo digital han revelado que Apruebo Dignidad y partidos asociados también han utilizado intensivamente esas mismas plataformas y lógicas de segmentación, aunque con un relato distinto (Derechos Digitales, 2022; BCN, 2023).

Desde una óptica socialista, esto abre una contradicción profunda. En teoría, el socialismo chileno se declara crítico del capitalismo global, denuncia la concentración de la riqueza y cuestiona el poder de las grandes corporaciones. Pero en la práctica, una parte importante de su estrategia comunicacional descansa precisamente en fortalecer el modelo de negocio de esas mismas corporaciones, convirtiendo a Meta, ByteDance y Alphabet en receptores privilegiados de recursos políticos que supuestamente existen para servir al pueblo. Esta paradoja encaja de lleno con lo que la teoría denomina “capitalismo de plataformas”: un sistema donde la vida social, política y afectiva se canaliza a través de intermediarios privados que extraen valor de cada interacción, de cada click, de cada anuncio (Fuchs, 2024).

Entonces, la pregunta que necesito formular en voz alta es: ¿no están haciendo lo mismo que la derecha, servirse del pueblo como mercado cautivo para campañas, mientras los recursos terminan nutriendo al capital transnacional de las plataformas? Si la izquierda se limita a usar las mismas armas —las mismas campañas del miedo, las mismas estrategias de manipulación emocional, el mismo drenaje de fondos hacia gigantes tecnológicos— ¿en qué exactamente se diferencia de aquello que critica? Más aún cuando castiga al disidente interno que se atreve a poner esto sobre la mesa, acusándolo de “dividir”, de “hacerle el juego a la derecha” o de “no entender la realidad comunicacional”.

Para mí, ahí se cruza otra frontera que tiene que ver con la honestidad del proyecto. Se castiga al socialista que despierta y reconoce que el socialismo chileno actual no está cumpliendo los estándares éticos que dice defender; se castiga al que se niega a abrazar sin matices un comunismo que hoy, en algunos casos, justifica silencios y complicidades frente a regímenes abiertamente autoritarios. Me resulta imposible no recordar la imagen histórica de Allende abrazando a Fidel Castro durante la visita de 1971, gesto que marcó simbólicamente un alineamiento entre el socialismo chileno y el comunismo cubano (La Tercera, 2021; Memoria Chilena, s. f.; Allende, 1971). Hoy veo, con preocupación, a militantes socialistas y comunistas que, con igual fervor, abrazan el relato de Maduro y relativizan la deriva autoritaria de la llamada revolución bolivariana en Venezuela, pese a la abundante evidencia de violaciones de derechos humanos, persecución a opositores y colapso social (Hawkins, 2010; Jácome, 2016; Levitsky & Loxton, 2013; NUSO, 2021; IHU, 2017).

Cuando se considera progresista abrazar sin matices a un régimen que ha generado millones de migrantes, represión documentada y destrucción de las condiciones de vida de la clase trabajadora, y cuando al mismo tiempo se acusa de “traidor” al socialista que se niega a callar frente a ese hecho, lo que se rompe no es solo la coherencia política: se rompe la conexión con la idea misma de socialismo como amor al pueblo. En esa lógica, más que una izquierda al servicio de los de abajo, pareciera que lo que existe es una Iglesia política: con dogmas, relatos sagrados, iconos intocables y herejes que deben ser disciplinados.

Desde mi mirada personal, si a todo esto le sumamos el hecho de que una parte relevante de la energía política se está gastando —literalmente— en alimentar el negocio de las plataformas globales mientras el pueblo sigue esperando soluciones concretas, entonces la pregunta final se vuelve inevitables: ¿este es el socialismo por el cual tantos dieron la vida, o es un espejo deformado donde la izquierda terminó pareciéndose cada vez más a aquello que juró combatir?

Referencias (formato APA 7)

Arendt, H. (2004). Los orígenes del totalitarismo (M. Aguilar, Trad.). Taurus. (Obra original publicada en 1951).

Ayala, S. (2007). Propaganda totalitaria: un recorrido diferente. La Trama de la Comunicación, 12, 97-116.

CIPER. (2021, 3 mayo). Crisis de la libertad de expresión en Chile. CIPER Chile.

Delgado. (2022). ¿Es la “generación de cristal” más sensible? Educación ecosocial.

Ferretti, P. (2025, 2 noviembre). ¿Chile se volvió de derecha? El País – Chile.

Hawkins, K. A. (2010). Venezuela’s Chavismo and Populism in Comparative Perspective. Cambridge University Press.

Jácome, F. (2016). Venezuela: ¿el ocaso del autoritarismo competitivo? Friedrich Ebert Stiftung.

Lechner, N. (1970). La democracia en Chile. Ediciones Signos.

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Acerca del Autor

Mario Andrés Aguirre Villarroel

Soy Licenciado en Comunicación Audiovisual e Ingeniero en Informática, una combinación que me ha permitido desarrollar una visión integral y multifacética de la comunicación y la tecnología. Mi pasión por las comunicaciones se complementa perfectamente con mi amor por la música y los deportes, creando un equilibrio entre creatividad y técnica.
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