El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, está listo para invocar la Ley de Enemigos Extranjeros de 1798, una medida que le permitiría detener o deportar a ciudadanos de otras naciones sin necesidad de una audiencia judicial. Esta decisión se ha discutido dentro de su administración y forma parte de su estrategia para «eliminar la presencia de todas las pandillas extranjeras y redes criminales que traen crímenes devastadores a suelo estadounidense», como declaró en su discurso de posesión el 20 de enero.
Trump ha mencionado esta ley durante su campaña electoral y en su discurso inaugural, enfatizando su intención de utilizarla para acelerar las deportaciones masivas. La ley no ha sido invocada desde la Segunda Guerra Mundial, cuando se utilizó para detener a estadounidenses de origen japonés, uno de los episodios más oscuros de racismo contemporáneo.
Además de afectar a migrantes que llegan desde la frontera sur con México, esta ley podría aplicarse a otros extranjeros, como el caso del palestino Mahmoud Khalil, acusado de terrorismo por supuestamente haber defendido a Hamás, lo que ha desencadenado protestas en Nueva York. La invocación de esta ley ha generado preocupación y reacciones negativas debido a su potencial impacto en los derechos humanos y la justicia.
La posible aplicación de la Ley de Enemigos Extranjeros ha desatado un intenso debate sobre las implicaciones legales y éticas de esta medida. Expertos en derecho y activistas por los derechos humanos han expresado su preocupación por la falta de garantías judiciales y el riesgo de abusos en el proceso de deportación.
Además, se teme que esta ley pueda ser utilizada de manera selectiva, afectando desproporcionadamente a ciertas comunidades y exacerbando las tensiones sociales en Estados Unidos. A medida que se conocen más detalles sobre la implementación de esta ley, se espera que el gobierno clarifique cómo se asegurará el respeto a los derechos fundamentales de los afectados.